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Privilegio. Fortuna. Suerte. Experiencia única. En estos 15 meses que llevo en Rio de Janeiro ya vi campeón a dos de sus equipos más emblemáticos: en diciembre pasado al Fluminense que se coronó rey del Brasileirão y hace pocos días al Flamengo que ganó la Copa do Brasil.  Pero no es de semejanzas ni de diferencias entre el ‘Flu’ y el ‘Fla’ que quiero escribir; además ello es imposible: nada en el mundo se puede comparar con Flamengo. Él es la postal potente del Brasil que todos imaginamos: simpático, populoso, festivo y carioca. En pocas palabras: Flamengo es a Rio lo que Rio es a Brasil.
Síntesis de la brasileridad. Capsula metonímica de la nación verdeamarela. Flamengo es intersección entre la samba, el bossa nova y la capoeira. Es lambada en Copacabana. Es la chica de Ipanema abrazando al Cristo redentor. Es Caipirinha mixturada con gambeta, en el escenario más mítico del fútbol orbital: el Maracaná.
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Ambos: Flamengo y Maracaná son símbolos poderosos del peso de Brasil en el mundo. El primero sería uno de los 40 países que tienen más de 40 millones de personas y el estadio Mario Filho (su nombre verdadero) sigue siendo, en el imaginario internacional, el de mayor capacidad así ese puesto lo haya cedido por sus continuas reformas. Los dos rubrican ese dicho que distingue a la patria de Zico: ser los más grandes del mundo. El de la mayor «torcida» (hinchada) y el de mayúsculas dimensiones en el recuerdo de las gentes del fútbol: se dice que le cabían 200 mil almas. 
Por eso resulta difícil no sentir atracción por ese equipo. Magnetismo puro. Y es tal el grado de fascinación que se puede alcanzar, que la casi totalidad de extranjeros que pasan por Rio resultan flechados por este cuadro. Parte de su encanto es su ascendiente popular, barrial, de favela misma, que impregna su esencia: un urubú (un chulo) distingue a sus seguidores y eso tiene mucho de incomprensible ¿Alguien en otro contexto podría enorgullecerse de ser representado por un carroñero?  
Existen otros elementos identitarios: su rivalidad con Fluminense (más asociado con la élite carioca), su título mundial del 81 y así como la «canarinha» es la única que jugó todos los mundiales, el «rubronegro» es uno de los tres clubes brasileros -con Cruzeiro y São Paulo- que participó en todos los campeonatos de primera división: jamás descendió a segunda. Fue el primero que llegó a la cifra de mil partidos en la A (en 2009) y ha sido el más vencedor de su comarca: levantó la taza estadual en 32 oportunidades y cosechó seis trofeos de Brasileirão y tres Copas de Brasil, incluida la que recién estrena.  
El resultado de eso lo vivimos en esta ciudad por estos días: un ánimo desbordado en las calles teñidas de rojo y negro. Muchas sonrisas de oreja a oreja. Cuando Flamengo gana uno de cada cinco brasileros celebra. Ahora la satisfacción es triple: hace dos meses el «mengão» estaba desahuciado, luchando por no descender y jugando horrible (hasta su técnico, Mano Menezes, pagó la clausula para retirarse del comando) y de un momento para otro empezó a  repuntar: no sólo escapó del fantasma de la B, sino que batió a los cuatros primeros de la tabla de posiciones (el G4 que clasifica a Libertadores) y el mismo -al vencer en la Copa de Brasil- garantizó cupo a la Copa. 
Adicionalmente, su felicidad puede maximizarse si dos de sus tres rivales de patio pierden la categoría (Vasco da Gama y Fluminense) y si Botafogo no consigue el anhelado pase a Libertadores que por años le ha sido tan esquivo. Sería moñona y aseguraría una broma futbolera a flor de labios, como tema central en las fiestas de fin de año y en el Carnaval que viene. Estilo «brazuca» de hacer chistes de fútbol con las desgracias ajenas, que sólo vería tregua con el pitazo inicial de la Copa Mundo 2014.
Una nación está de plácemes. «O mais querido do Brasil» sonríe. Así la vida es mejor.  
  

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