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Querido Dante: 
Te escribo ante la imposibilidad de visitarte. Y porque ha querido el azar que nunca coincidamos en las redes sociales. Lo hago como un desahogo del último suspiro que siguió al tercer gol de Falcao ante los chilenos. Tuve a tu patria en la cabeza los últimos dos meses; bueno, seré más preciso: la llevo recordando desde el último partido de las eliminatorias a la Copa Corea y Japón del 2002 ¿Te acuerdas? Esa tarde en el Centenario, ustedes invocaron la gran nación rioplatense y jugaron una comedia con los argentinos, con un resultado: 1 x 1 y una consecuencia: Colombia fuera del Mundial. 
Recuerdo que ese día goleamos a Paraguay (4 a 0) en el durísimo «Defensores» y ustedes nos ganaron el cupo por apenas un gol en las cuentas finales. Confieso que al caer la noche de ese 15 de noviembre de 2001, me permití olvidar el cariño que siempre he profesado por esa suerte de principado que es la República Oriental del Uruguay (el país más pequeño con el nombre más largo del mundo): una nación que parece de otro continente y cuya población cabría tres veces en Bogotá, pero que ostenta un orgullo e identidad nacional que excede en mucho su tamaño, demografía y economía. Ya quisiera una ciudad como la capital de nuestro país, amasar un superávit simbólico y cultural como el de la tierra de los antiguos charrúas.
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Y desde ahí, desde ese «juguemos a hacernos pasito» entre ustedes y sus vecinos de patio, la rivalidad se acrecentó: en las siguientes clasificatorias, rumbo a «Alemania 2006» y «Sudáfrica 2010», otra vez nos dejaron con la maleta hecha; pero en esas ocasiones no fue por un gol sino por un punto (las dos veces triunfamos -de nuevo- en la visita a Paraguay sin que ello alcanzara). Esa disputa se trasladó a nuestros encuentros directos: en las cuatro últimas premundialistas la Celeste se impuso en 4 juegos y nosotros en tres (hubo un empate); sin embargo, en dos de ellos se llevaron goleadas de Barranquilla (5 -0 y 4-0) que fueron asestadas, más por el temor de quedarnos por fuera por diferencia de gol, que por venganza.
Éramos tan parejos, que siempre llegábamos a la última fecha con chance, pero pronto aprendimos que ese partido final no contaba: podíamos hacerle una docena a los guaranís y siempre en Montevideo se ratificaba el pacto de hermandad del Mercosur, que otorgaba el quinto puesto en la tabla, y que está escriturado para ustedes desde que se creó esa modalidad de repechaje. Y es que, no nos mintamos amigo uruguayo: existen -para decirlo en términos económicos- «plusvalías» que cuentan. Uruguay posee un capital cultural dentro del fútbol que le da peso específico: ganó dos Olímpicos, dos Mundiales, 15 Copas América y entre Peñarol y Nacional alzaron 8 Libertadores y 6 Intercontinentales de clubes. 
Sin embargo, existe un título con categoría de mito que supera el de ser «el primer campeón» (en 1930) y es su hazaña en la Copa Mundo de 1950. Esa tarde, un 16 de julio, se reeditó la leyenda de David y Goliat. El gigante lloró (las crónicas hablan de sólo 200 mil en el estadio) y el pequeñín triunfó. Titular de la tragedia: «Maracanazo». El villano: el arquero Barbosa (antes de morir dijo que había pagado más pena que cualquier criminal de condena máxima) y el héroe: uno que no marcó gol, pero potenció un estilo que lleva el sello rioplatense: ‘el negro’ Obdulio Varela. De ahí en adelante conocido como «El jefe» y que -nos los contó Eduardo Galeano- fue la metonimia misma de la uruguayidad: cada vez que cumplía años, la nación entera le festejaba como si fuera fiesta patria. Conmovedor.   
Por todo eso, es difícil no enamorarse de la bandera del sol radiante y las barras azules y blancas; por ello es inevitable no pensar en gambetas, fintas y goles cuando se dice «Uruguay». Yo creo que más que Brasil, Argentina o Italia, el verdadero «país del fútbol» es tu patria, Dante querido. El suelo que vio nacer al Negro Andrade, Scarone, el ‘manco’ Castro, Schiaffino, Ghigghia, Morena, Cubilla, Francescoli, Recoba y esta camada estupenda de jugadores de ahora, que honraron la tradición que los distingue mundialmente: la garra. Coraje de jugar encarnado en Lugano, Forlán, Suárez, Cavani…
De razón quienes eligen a los mejores de Sudamérica año tras año son los periodistas de El País de Montevideo; ya entiendo porqué Eugenio Figueredo fue el sustituto de Nicolás Leoz en la Conmebol. Ahora se hace comprensible que aspiren a realizar el Mundial del 2030 -junto a Argentina- con el lema «La Copa vuelve a casa». Maradona tenía razón: la historia pesa.
 
¿Ahora entiendes porqué me animé a hacerte esta carta? Ya sufrí mucho a los uruguayos (súmale la increíble final perdida por mi equipo, América de Cali, en el 87 ante Peñarol) y los disfruté a rabiar, como en ese cuarto lugar en Sudáfrica y en la reciente Copa América. Razones de más para que en mi closet haya una camisa celeste y causa primordial para que les esté haciendo fuerza en los dos juegos ante Jordania. 
Uruguay tiene que estar en el Mundial. Más en este de Brasil. Debe ser cabeza de serie. La historia lo reclama. El Maracaná lo espera. La profecía merece auto-cumplirse.
Seré uruguayo en el Mundial mientras no se enfrente con Colombia. Es comprensible ¿no? 
Amigo, no te molesto más.
Salúdame a tus padres y a tu linda familia. 
Un abrazo, querido.  

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