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«Una rodilla convirtió un equipo temible en uno del montón». Así me saludó Pablo, un amigo argentino con el que coincidimos en Quito. Después me soltó esta opinión que aumentó mi desconsuelo: «Falcao es mejor que Batistuta». Para mí el Bati fue uno de los centros delanteros que más honró el nueve de su camiseta: obsesivo, inmisericorde, letal. Todavía no consigo olvidar el rostro de Pekerman -«es la noche más triste desde que asumí como DT»- nos dijo a los colombianos que nos aferrábamos al milagro de su recuperación o a la irresponsabilidad de alinearlo entre los 23 elegidos. Pero don José Néstor es argentino, no colombiano y por ello a pesar de su aflicción firmó la planilla sin el apellido García.
Falcao lesionado.jpeg
Después del anuncio que dejaba por fuera a Radamel me reuní con unos amigos en un bar de Rio de Janeiro. No se habló de otra cosa. El debate era si Colombia perdía apenas un buen futbolista o a quien hacía del equipo algo diferente. Hubo división. Entonces los reté a mencionar, sin incluir a Falcao, más de tres nombres de jugadores de la Selección. Hugo -el chileno- recordó a Yepes, Cuadrado y James; Aldair -un carioca- a Mondragón, Teófilo y Jackson. No aparecieron más apellidos. La cosa era clara: por más que la base de la selección sea europea, pocos nombres sobreviven a la amnesia de la sobreoferta de datos futboleros.   
Para mí fue sorpresivo al llegar a vivir a Brasil, hace dos años, que sólo conocieran al Tigre… bueno también a Valderrama, Rincón, Asprilla e Higuita, pero esos ya no juegan. Uno que otro brasilero aludía a Edwin Valencia (del Fluminense) y a Armero que jugó con el Palmeiras. De resto: pare de contar. Y con los goles de Falcao en el Porto de Portugal y luego en el Atlético de Madrid, la nemotecnia se activaba: «ese es de la misma nacionalidad de Shakira», bromeaban en mal español los compañeros brasileros de pensión estudiantil, mientras veíamos el resumen de goles de ligas del viejo continente.
Con el samario afuera, se cumple la fatídica ecuación de once menos nueve igual incertidumbre (11 – 9= ?). Con Falcao teníamos certeza, si no de triunfos, al menos sí de goles. Sin el 9 perdemos el imán que atraía defensas y abría espacios para Teo y James. Con ese felino viendo el Mundial por la tele, los rivales olfatearán una presa más expuesta. Digámoslo de una vez: las Copas también se ganan con camiseta y nombres. Esa es la tal jerarquía: la confianza en la valía propia. Sin el goleador seremos apenas un buen equipo, pero no el que tenga pasta para ilusionarse con un inédito quinto partido.    
Ahora da rabia devolver la película y rememorar la estúpida lesión contra un rival de tercera en Francia. La tragedia colombiana consiste en renunciar a la grandeza por culpa de la minucia. La fatalidad nuestra se empecina en destruir la ilusión de todas las formas posibles. Si en el Mundial del 94 éramos campeones sin jugar la Copa, en Brasil teníamos la chapa de peligrosos porque podíamos blandir amenazadoramente un taco de dinamita a punto de explotar.
¿Exagero? Ruego que sea así. Sería feliz viendo mi pronóstico hecho trizas. Por ahora somos una selección con mucha mecha y poca pólvora. No nos digamos mentiras: nunca hemos trabajado bien en equipo. Adoramos a los caudillos y ellos siempre salvan la patria. Sólo nos queda el recurso de siempre: la fe, pero con el Papa Francisco hasta ella juega del lado argentino. Jo-di-dos. 

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