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Lo apagué. No quise, mejor, no pude seguir viendo. Abrí la ventana y forcé la entrada de aire tragando una bocanada que -en mi fantasía- expulsara la bilis que me consumía. Como era de esperarse, lo único que conseguí fue un acceso de tos mezclado con insultos por la torpeza,  no la mía, sino la de Wilder Medina ¡cómo te comiste eso pedazo de zoquete!
La imagen parece montada en una banda circular y por eso me llega íntegra y se va perdiendo para regresar más tarde. Como una tortura china: siempre que la recuerdo hago fuerza para que Wilder la roce bien y la meta; pero no, siempre le pega mal y la envía al saque de meta. Lo peor viene después: la cámara le enfoca el rostro y él parece hablar con alguien en perfecto colombiano «no joda marica, si eso no entra, no entra nada».
Wilder Medina.jpg
En ese minuto de partido supe que no seríamos finalistas ¿no han sentido esas corazonadas en medio de un juego? Claro, en ese momento no te atreves a admitirlo y te justificas diciendo «es el miedo normal» y no se lo cuentas a nadie, como si al difundirlo se hiciera realidad. Supersticiones estúpidas que acrecientan las ganas de pisar el acelerador y despeñarse con el carro de tu padre, cuando no sirven para nada.
En el silencio de la sala reviví lo que tantas veces sufrí con ese «Santa Fe de tierra caliente» que es el América de Cali. Eliminados. Qué palabrita. Qué verbo tan fastidioso. E-li-mi-na-dos… ya de tanto experimentarla sé a qué sabe cada letra y lo que me da más piedra es que la indigestión nunca llega y me quedo con las ganas de vomitar tantas derrotas, tantos «casi lo logramos», tantos «el árbitro nos volvió a robar», tantos «tuvimos más fútbol que ellos» y -la que más odio- tantos «fuimos los vencedores morales».
Me duele el hígado al evocar las cinco veces que grité gol y sus consecutivos regresos al sofá masticando la estupefacción. Pensándolo bien, no sé de qué me sorprendo: hacerle dos goles a esos paraguayos era como robar la Monalisa del Louvre; montaron un dispositivo de seguridad en el que siempre había tres policías de blanco, por cada cardenal, en el último cuarto de cancha. Y si a eso le sumamos la fuerza de la tradición, jodidos mi hermano: ese es un equipo especializado en jugar la Copa (ya cansado de ganar ligas guaraníes), que sabe cómo conseguir resultados con pocos recursos y si quieren una prueba, vean como dejaron fuera al pomposo Fluminense brasilero, el de Fred, en la pasada ronda.
Javier Vallejos, un amigo de Asunción me lo anticipó con amargura (él es hincha de Cerro Porteño): no se trata de jugar bien, es que Olimpia entiende la lógica de la Libertadores. Para mí que hasta los dioses griegos metieron la mano y le ganaron la pulseada a la santa fe bogotana. Como triunfó de nuevo la Mercosur (y específicamente el Rio de la Plata) sobre esta merconorte andina que todavía pasa problemas para imponer «la malicia indígena» a la «viveza criolla» del cono sur. 
No me resisto a terminar con una cursilería sincera: el rojo puso el coraje, dejó el cuero de león en el gramado y los palos, la suerte, la tradición (incluida la de Conmebol de asignar jueces del sur en cotejos decisivos) y la marrulla se lo impidieron. Queda la satisfacción de la entrega y la honradez; por eso el Campín los aplaudió de pie en la despedida.
Y lo peor está por venir: enfrentar en pocos días una final con un rival espinoso y canchero. Nacional tiene el aire en la camiseta por la clasificación agónica, además de ventaja en días de descanso y mejor nómina; en cambio Santa Fe está desgastado y golpeado. Resulta tentador apostar por el verde, pero al ver la Copa uno lo piensa dos veces: las finales precisan algo más que fútbol y me parece que el rojo está a punto de mostrarnos un poco más de ese «algo más».  

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