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El encargado del local tuvo que pedirme que no hiciera ruido. No me contuve. No pude. Llené el café internet de la palabra gol. Lo canté con rabia. Ubiquémonos. Lugar: Niterói (estado de Rio de Janeiro). Hora: tarde del sábado pasado. Evento (para mí): escucha, por la radio, del partido de vuelta del ascenso. Para los demás usuarios del locutorio es una calurosa tarde brasilera. Por eso les pareció irritante que un extranjero interrumpiera su calma.
   
Intenté buscar señal de televisión. Imposible. Quise llamar a Pinto (el técnico) porque es el único colombiano que tiene todos los servicios de tele por cable del mundo. Escribí en el muro de Facebook de los colombianos residentes en la capital carioca y los residentes -hinchas del América- compartieron su misma preocupación: sólo podíamos palpitar el duelo con Alianza Petrolera por las ondas hertzianas (corrección, por los bits de la internet).
3:15 P.M. El partido no empieza por el diluvio que inunda Cali, media hora después inflamábamos la garganta gritando el primero y encendíamos la mecha de la esperanza. Pero la luz apenas iluminó la senda de las penas máximas. Antes, en el minuto 70, el árbitro Lamoroux nos negó la subida. Fue gol legítimo. El del regreso. La testa uruguaya de Lalinde nos decía: acrediten. Sí se puede. Pero no. La escarapela Fifa debía ser asegurada. Bien por él. Que la aproveche.  
Sigo repitiéndome en la soledad de mi cuarto -aquí en Brasil sólo les interesa lo que le pase a Flamengo- que en los códigos inveterados del fútbol ese tanto nunca debió ser anulado: al Real Madrid, Boca, Fluminense, Nacional, Millos… ese gol se le pita ¡De qué vale, entonces, ser grande! Que yo sepa, los diablos rojos hacen parte del grupo élite de Colombia ¿o será que me equivoco? ¿O quizás ya no lo es? Seguramente el juez de la contienda ya había tomado nota de la evaporación de esa plusvalía.
Oír el juego por RCN me remontó a mi infancia en el campo. Mis padres nos criaron alejados de la ciudad y el único contacto «con el exterior» era un pequeño radio de pilas. Así me hice fanático de Lucho Herrera y un ferviente seguidor de la «Pasión de un pueblo» que por esa época arrasaba. Supe de Falcioni, Rincón, Cabañas, Bataglia, Willington, de Ávila y del médico Ochoa por los relatos de Benjamín Cuello y Jairo Aristizábal Ossa.
Eran años dorados de la radio. Las narraciones creaban esas arenas de gladiadores escarlatas que hacían del gramado del San Fernandino una caldera para los blasones foráneos. Los visitantes pagaban caro su osadía de pisar la cancha del Pascual de la que marchaban siempre aporreados, cuando no humillados. Todo visto a través de los oídos. Qué tiempos aquellos.
Detrás del micrófono ‘Pepe’ Garzón, ‘Pacho’ Vélez y el ‘Chango’ Cárdenas le dieron enter a la máquina del tiempo. Me trasladé a los 80’s. Llegué a pensar que el escepticismo de la previa era exagerado. América parecía fortalecido por la lluvia de gente que abarrotó las graderías. Los únicos hinchas visitantes eran los del banco. Todo era escarlata, menos el marcador global.
Con la última jugada, que dilapidó el ‘Cholo’ Trujillo, la ilusión se espantó. El pitazo final confirmó la corazonada: los penaltis como paredón de fusilamiento del que siempre sobreviven los otros. No sé qué diablos estemos pagando. Siempre perdemos por esa vía. Es una profecía. Una superstición cierta. Una maldición. Un ritual brutal en el que nuestra escuadra tiene el color de camisa adecuado.
    
Y para colmo de males. No podía ser de otra manera. La señal de radio por la red se cayó. Murphy haciendo de las suyas. Maldije, insulté y el afable encargado me ayudó a reconectarme. Demasiado tarde: Arango disparaba el balazo fatal al corazón y el velorio iniciaba.
J-o-d-i-d-o-s. De vuelta al infierno. El anterior Papa no tenía razón: el limbo si existe y se escribe con B. El purgatorio de la Ley Clinton. Cúcuta afila el cuchillo.  
¿Quieren saber qué es lo peor? Que la esperanza no se esfuma ¿Ilusión de desahuciado? Puede ser. Yo la llamo de otra manera: pasión. En clave de hincha: aguante. Lo demás es comparsa.      

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