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Estoy aterrorizado. Muerto de miedo. Empieza la finalísima del ascenso que agarra en descenso -en su curva de rendimiento- a los rojos de Cali. Parece broma, pero no lo es: el club  que más finales de Libertadores ha jugado por Colombia enfrenta el duelo más importante de sus 85 años y no es contra Peñarol, River o Boca. No. Tampoco es contra Millonarios, Nacional o su eterno rival, el Deportivo Cali, sino con el anónimo Alianza Petrolera.
¿Alianza Petrolera? ¿De veras existe un equipo que se llame así? Sí. Por increíble que parezca hay uno. Y para despejar dudas, es de los fundadores de la categoría B. Sin embargo, es inevitable frotarse los ojos para creer lo que se lee: un modesto cuadro fundado en Barrancabermeja, pero que juega en Envigado, será el obstáculo para que el único elenco que logró tentar a Maradona en sus inicios, vuelva al glamoroso vecindario del que nunca debió trastearse. 
Sí. América de Cali tendrá el chance de escapar del infierno deportivo que es jugar en estadios perdidos, con graderías enmalezadas, camerinos desvencijados y espectadores estupefactos que jamás soñaron con ver futbolistas de la divisa del diablo, aquella que venciera al Flamengo en el Maracaná, levantar nubes de polvo en la disputa del balón de córner lanzado por el hijo de don Alcides, la joven promesa del pueblo.
   
Descender es como morir. Puedes repetir el dribling de ‘El Diego¡ a los ingleses en México 86 o fabricar un remake del escorpión de Higuita y nadie lo comenta. Partirse el lomo no es garantía de nada. O sí, de desprecio. Estar en la liga de los viajes de 48 horas en bus y de los bancos con puntillas salidas es como no existir. Es una condena a la que van, resignados, los jugadores con el sol a las espaldas y los nuevos que nunca verán al astro rey en su cenit. 
Ha sido un año duro. Jodido. Casi doce meses de enfrentar a elencos de nombres inauditos que iban al Pascual Guerrero blandiendo la maza sobre sus cabezas: había que arañarle la gloria al coloso caído en desgracia. Y que mejor manera que humillándolo en su propio feudo. Cada partida era una lucha feroz contra el peor enemigo: el pavor a la vergüenza. 
Freídos a fuego lento. Las tripas ardiendo en las pailas del averno luego del penalti errado por Jairo. Cómo dolieron las lágrimas del «Tigre» Castillo que también fueron las propias. Porque no nos digamos mentiras, no fue ese balón estrellado en el palo derecho lo que nos puso bajo vigilancia del Can Cerbero. No. Fue la moralina de la Ley Clinton que de manera inquisidora nos redujo a ser una escuadra de barrio: las cuentas congeladas y la nueva plata sólo pudo guardarse en el bolsillo y bajo el colchón.   
Lo peor fue la chapa de leprosos: nadie quería nada que ver con el negocio que fue de todos. La hipocresía nunca juega segunda división. Ninguno se animaba a patrocinar al excluido del sistema financiero. El chascarrillo perverso dice que fuimos, con el Barcelona, los únicos clubes que se daban el lujo de actuar con la camiseta limpia. Sin sponsor.  Sólo que el azulgrana registraba en euros sus salidas por la tele mientras los «escarlatas» simulaban auto robos para que no se ejecutara el secuestro judicial de sus taquillas. 
 
Se vienen tres horas de infarto. 90 minutos en Envigado y otro tanto en Cali. Ese orden hace recordar la última debacle de las muchas que nutren el imaginario de la nación americana: el choque de la Promoción 2011 ante un equipo de mentiras que, sin embargo, nos eliminó. Mi mamá tenía razón: las mentiras acaban con imperios. Patriotas lo demostró.
No podré ver ninguno de los dos partidos. Vivo en Rio de Janeiro. Me prometí esperar y sólo enterarme del marcador final por el periódico. No obstante me conozco: no pasarán quince minutos sin que corra a sintonizar la radio por internet.
 
Y cuando eso pase el mundo me importará bien poco: todo se reducirá a lo que interpreten mis oídos. Desaparecerán ambiciones y se evaporarán sueños… no exagero ¿para qué vida si el símbolo que la recrea no sobrevive?
 
En ese mundo básico. De regreso a lo primitivo. De solemnidades rotundas en el campo de juego, los rivales velan sus armas riendo a carcajadas por las dos goleadas que hace nada infligieron a nuestras huestes. 
América tendrá gladiadores sin prestigio y otros pocos con nombres gastados ¿Qué pálpito tengo? Ninguno. Sólo me aferro a la esperanza de que esa plusvalía, ese agregado, esa especie de bonus track que dan los pergaminos dentro del fútbol -y en la vida- signifiquen algo en el momento de las definiciones. 
Ese es mi consuelo. Pura fe de desahuciado, pero qué camino me queda. Y si perdemos nos quedará la Promoción y si volvemos a morder el polvo será repetir otro año y si no ascendemos el año que viene, ni el otro, ni el otro, eso no me impedirá seguir gritando el «dale rojo dale»… quieren que les diga porqué: porque la suma de cada derrota renueva la ilusión de un soñado triunfo. Y cuando ese feliz día llegue, los rojos de corazón tendremos -por fin- una segunda oportunidad sobre la Tierra.      

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