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¿Cómo, es colombiano? preguntó un amigo de Rio de Janeiro que asumía que era argentino. Y esa es la primera conclusión: Falcao tiene nombre brasilero, personalidad de inglés y despuntó en River Plate. En suma: no parece colombiano. 
Y es tan así, que todavía sus inicios futbolísticos no son digeribles para muchos compatriotas: Radamel prácticamente no hizo carrera profesional en Colombia. Su linda historia -idealizada por los románticos del periodismo- cuenta que su papá, un fortachón zaguero de los años ochenta, anticipó las calidades de su primogénito y se radicó en Buenos Aires. La fe surtió efecto y el sueño del pibe se consumó: logró debutar en primera con el elenco de la banda cruzada, dónde casi hace olvidar a Juan Pablo Ángel y de allí saltó para Europa. 
Hasta ahí todo normal si no nos conmovemos con el relato del padre esperanzado con la promesa deportiva de su hijo. Pero es en la violación del estereotipo en dónde radica la crucial diferencia: el actual nueve de la selección no bebe, no consume droga, no es mujeriego; no va a discotecas en la noche, no protagoniza escándalos, es puntual en los entrenamientos; «fala» el portugués y entiende el inglés… ¿qué más se puede pedir, ya no de un futbolista, sino también de un hombre y un ciudadano? 
Lejanos son ya los recuerdos del genial Asprilla: noticia dentro y fuera de las canchas. Faustino era la confirmación del cliché: rumbero, promiscuo, indisciplinado; lenguaraz, pero hábil con el balón. Falcao es su antítesis. El Tino nos enorgullecía con sus fintas endemoniadas y esa jugada de más que es sello de los cracks. El Tigre nos hace levantar de las sillas por su economía de fútbol rubricada en goles por montón. Asprilla hacía goles; Falcao es goleador.
Los colombianos nunca han hecho goles a gran escala. El estilo nacional -si es que eso existe- se fundamenta desde la era Maturana en el toque- toque de balón, en el adornar las jugadas; en humillar inútilmente al rival con un túnel, un taco o un ocho, pero ser poco eficaces en el arco contrario. Dicen que eso es un problema de la cabeza: nos cuesta ser grandes. Carecemos de mentalidad ganadora. Y por eso ponemos como referente al futbolista argentino tanto o menos dotado que el criollo nuestro (según el imaginario nacional), pero un ganador de raza y de talla mundial.
Tan grande es su nombre en el panorama futbolero mundial, que la especulación de su traspaso al Real Madrid es titular mediático de todos los días y ya en los videojuegos su performance es de los más altos, ocasionando que muchos niños y jóvenes lo fichen para que sea su centrodelantero. 
Repito: no parece colombiano. Semeja ser un galán de telenovelas; un modelo de portada de revista rosa española. Un dandi que nunca devuelve una agresión en el campo, se disculpa con los defensas si los llega a golpear, pero no tiene piedad con los arqueros al ser implacable en dieciséis con cincuenta.
  
Tanto no parecía «de los nuestros», que los tres entrenadores previos a Pekerman no tenían convicción plena en él; incluso Leonel lo relegó al banco y a minutos en el segundo tiempo. Y a pesar de que inflaba redes, muchos reclamaban un punta más «colombiano» como Dairo y Teófilo. Enhorabuena el argentino obró con sentido común. 
O si es colombiano, pero uno especial, diferente: una suerte de elegido. Quizá ese empeño de carbonero de su padre se basara en la certeza de engendrar al legítimo heredero de Ernesto Díaz y Willington Ortiz. Por eso no dudó en bautizarlo igual al nombre del águila preferida por los reyes del medioevo (Falcão en portugués) y esa sea la razón para que todos le reconozcamos su linaje imperial y lo llamemos como a todo un soberano malayo: tigre. Sólo que es de Santa Marta, para fortuna nuestra ¡Larga vida al príncipe!
   

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