Narra el escritor Víctor Hugo en su novela Los miserables que en junio de 1832 estalló en Paris la insurrección republicana contra la monarquía francesa. En este caluroso junio, 186 años después, el mundial de fútbol de Rusia transcurre bajo un libreto que puede asemejarse a la famosa novela ya citada. Una vez terminada la fase grupos y con la mitad de los juegos de octavos de final jugados, han quedado en el camino casi todos los favoritos para ganar el certamen. De nada valieron las poderosas nóminas lideradas por las figuras icónicas el fútbol mundial. Ya no está en contienda la Alemania de Kroos, Neuer, Muller, último campeón en Brasil. Tampoco la Argentina de Messi y sus muchachos, ni la Portugal de Cristiano, el antihéroe en esta época dominada por el Dios argentino, que instaló su reinado desde el Barcelona. No hay rastros de España, que se puso a sí misma una bomba nuclear a tres días de iniciar el certamen, gracias a la novela armada por la destitución de Lopetegui, quien a hurtadillas negoció para sí el banquillo del Madrid. También hicieron maletas de regreso a casa Iniesta, Piqué, Ramos, los últimos representantes de la generación dorada del futbol español.

Sobreviven Brasil, Uruguay y Francia, tres grandes,  y un escalón abajo Inglaterra, todos campeones mundiales. Después aparece una clase media liderada por Croacia y Bélgica, a la que quieren seguirle el paso entre otros, Suiza o Suecia, México, Colombia, Rusia y el sorprendente Japón.

¿Pero, qué explicación hay para esta revolución? ¿Por qué razón han fracasado estruendosamente los grandes jugadores, líderes de las poderosas escuadras nacionales? Los grandes analistas hablan de cansancio en los cracs, sobredosis de partidos con sus clubes e incluso algunos mencionan que eso les pasa por ser tan buenos: si no lo fueran, no jugarían en las ligas más competitivas y podrían llegar más frescos al mundial, con menos partidos en sus piernas y una menor exigencia física; no tendrían que haberse exigido a tope para descollar en los torneos más importantes el orbe. Curioso argumento, más cuando ellos en sus pomposos comentarios envían al infierno a jugadores que van a participar en ligas consideradas menores, que no dan puntos a la hora de pretender ser convocados a las selecciones nacionales.

Tal vez lo que ocurre es que hemos sobrevalorado a esas figuras que brillan semana a semana en los clubes;  olvidamos que el fútbol es un deporte de conjunto y el Mundial un torneo tan corto, que con facilidad podemos condenar al infierno a las estrellas que en tan solo tres partidos, si los resultados son adversos, pueden borrar sus logros obtenidos en una larga temporada. Ya no hay súper equipos; todos los jugadores se enfrentan entre sí con frecuencia y los técnicos los ven semana a semana: se conocen de memoria y saben contrarrestarse con relativa facilidad.

Será refrescante para el fútbol mundial si un nuevo país inscribe su nombre como campeón mundial. Son muchos los posibles candidatos para hacerlo. En todos ellos hay jugadores, liderando a sus equipos, con suficientes condiciones y bríos como para encabezar esta insurrección de junio, en la que, eso sí, no hay cabida para miserables.