Extraño la llegada al estadio. Esos centenares de hinchas caminando por la 30 o la 24, los que hacen parada previa en las tiendas aledañas o en el Palacio para tomarse su cervecita en la antesala y el trancón de la 63 para la entrada al parqueadero. Pobres desdichados aquellos que, después de 20 minutos parados, reciben la pésima noticia de que ya no hay cupo y deben salir desesperados a Galerías para tratar de encontrar un espacio y entrar antes del inicio del juego.
Extraño la salida del equipo a la cancha, los gritos de los hinchas, los aplausos, las ovaciones. El brazo estirado en señal de juramento a la bandera y el «¡Bogotá, Bogotá, Bogotá!» rabioso para cerrar con broche de oro el himno de la capital.
Extraño el festival de prendas en las tribunas. Unos se ponen la camiseta titular, otros la suplente. Algunos llegan con ropa de entrenamiento o presentación. El que se pone prenda de arquero generalmente se roba todas las miradas, y a veces también las envidias. Eso sí, nunca falta el que quiere mostrar su prenda retro más preciada: la «Cristal Oro», la «Leona», la «Torino»…
Extraño la lechona, el dedo de queso, el tinto de Occidental que solo se consigue en una sola parte de toda la tribuna. La gaseosa sin gas, la cerveza sin alcohol y los paquetes de papas que valen un 200% más de lo que valen en la tienda del barrio. También esas filas eternas del entretiempo y las caras de los padres desesperados porque no se mueven y sus hijos no pueden más del hambre.
Extraño los cantos, los instrumentos, el grito del Ole, las ovaciones. También el pésimo sonido del estadio o el sufrimiento con la señal del celular (más que todo en los clásicos) porque el Wi-fi brilla por su ausencia en el que supone ser el máximo escenario deportivo del país.
Pero lo que más extraño de todo es un gol de Millonarios. El grito escandaloso como si no hubiera un mañana y el festival de abrazos con los conocidos de siempre y con los extraños de un día. Alguien me dijo alguna vez que no había en este mundo un gesto más puro y sincero que el abrazo con alguien al lado para celebrar un gol de tu club. Tiene razón.
Y luego de esos múltiples abrazos, individuales o grupales, el canto clásico: «¡Y gol, y gol. Y gol, y gol y gol!». El mini-análisis de la jugada previa con los que están más cerca y hasta los cantos de burla al rival cuando se trata de un clásico. Extraño esa sensación que hace explotar a todo El Campín vestido de azul.
También se extrañan, por supuesto, las tertulias de «tercer tiempo» después de ganar tres puntos en las tiendas, los bares aledaños o en el Palacio. Esos múltiples análisis post-partido con los amigos y conocidos, con cerveza, gaseosa o aguardiente. Todos, absolutamente todos, somos técnicos de Millonarios en algún momento de la jornada.
Hace demasiada falta el ritual del fútbol, que por estas cosas ‘pandémicas’ deberá ser trasladado por un tiempo a las casas. Millonarios y el FPC están muy cerca de volver. Y aunque genera mucha felicidad volver a ver al equipo del alma, seguro quedará un vacío al no poder estar en una tribuna sino al frente del TV.
No. A mí no me vendan el cuento de que «la pasión nunca se fue». Porque la pasión en el fútbol la ponen los hinchas. Vuelve Millonarios y es bonito, pero todavía seguirá faltando la pasión.
En Twitter: @elmechu